entrevista de el pais a Ayaan Hirsi Ali,sin duda una de mis "heroinas"
¿Cuántas mujeres nacidas en el hospital Digfeer de Mogadiscio (Somalia) en noviembre de 1969 siguen vivas? ¿Y cuántas de ellas tienen voz propia? “La decisión de escribir este libro no me resultó fácil. ¿Por qué iba a mostrar al mundo unas memorias tan íntimas? No quiero que mis argumentos se consideren sacrosantos por el hecho de haber vivido experiencias terribles, algo que además no es del todo cierto. En realidad, mi vida se ha visto marcada por una enorme dosis de buena fortuna”. Habla Ayaan Hirsi Alí, hija de Hirsi, que era hijo de Magan, y éste de Isse, e Isse de Guleid, que a su vez era hijo de Alí… Una familia que salió de Arabia hacia Somalia hace 800 años, cuando comenzó el gran clan de los Darod. Hirsi Alí es una Darod, una Harti, una Macherten, una Osman Mahamud. Es de la rama llamada la Espalda Más Alta. “Eres una Magan. Recuérdalo siempre”, le advertía su abuela, agitando una vara delante de ella mientras la obligaba a memorizar a sus descendientes. “Los apellidos te harán fuerte. Son tu linaje. Si los honras, te mantendrán viva. Si los deshonras, te abandonarán. No serás nada. Llevarás una vida miserable y morirás sola”.
Ayaan Hirsi Ali
A FONDO
Nacimiento: 13-11-1969 Lugar:MogadiscoAl nacer, hace 37 años, Ayaan Hirsi Alí pesó poco más de un kilo y medio. A su madre le pronosticaron: “Este bebé no va a vivir”. Su madre se decía a sí misma: “Este bebé no va a vivir”. Ayaan no iba a vivir cuando enfermó de malaria y neumonía. Ni cuando le extirparon los genitales y creyó morir del dolor, y después de una herida que no cicatrizaba. Iba a morir cuando un delincuente le colocó un cuchillo en el cuello en Nairobi y decidió no degollarla al escuchar su acento, que le identificaba con su misma tribu. Estuvo a las puertas de la muerte cuando el maestro que le enseñaba el Corán le fracturó el cráneo. Pero vivió. Supo encontrar “salidas de emergencia”, como ella misma dice. “Sigo viva, y eso es mucho más de lo que pueden decir los millones y millones de mujeres musulmanas que han tenido que rendirse, que viven encerradas en una jaula llamada islam”. Anatema. Blasfemia. Impura. Sus palabras le han supuesto una sentencia de muerte. El guión que escribió para la película Submission: Part I le costó la vida al director de cine Theo van Gogh, acribillado a balazos, degollado y su pecho utilizado como tablón de anuncios: el asesino clavó allí una nota para Hirsi Alí, una carta muy concisa, como una fetua –según los testigos, Van Gogh llegó a esgrimir el sentido común holandés antes de morir ajusticiado: “¿Seguro que esto no podemos hablarlo?”, aseguran que dijo–.
Hirsi Alí llega a la cita buscando refugio dentro de su abrigo negro. La tarde está muy fría en Washington. Parece frágil y pequeña entre los dos guardaespaldas que la acompañan. Pero su voluntad es inquebrantable, y su fortaleza, la de un roble. Desde septiembre de 2006, esta fiera defensora de la libertad vive en la capital de Estados Unidos. “La situación se hizo insoportable en Holanda. De un día para otro me quedé sin empleo [diputada en el Parlamento holandés], sin nacionalidad [la ministra de Inmigración Rita Verdonk le retiró su pasaporte tras alegar que había mentido al solicitar el asilo], sin hogar [sus vecinos pidieron que fuera expulsada de su casa por creer que comprometía su seguridad], sin futuro; vivía escondida, estaba amenazada de muerte”.
Estados Unidos le abrió las puertas. Christopher Demuth, presidente del American Enterprise Institute (AEI), un instituto de estudios de Washington, le ofreció empleo. Desde luego que habrá quien, al saber que Hirsi Alí trabaja en el Centro de Estudios de carácter conservador, ha sonreído complacido como diciendo: “Ahora se explica todo, ya lo sabíamos: era del equipo de Bush”. En el mundo de lo políticamente correcto que vivimos, Ayaan Hirsi Alí dice verdades que duelen, es una gran crítica de los relativismos culturales que tanto proliferan en Occidente y que, a su juicio, encierran a los seguidores del islam en su atraso. “Eso es racismo en su acepción más pura”.
Tras dos años y medio como diputada, estaba desencantada y quería abandonar la política holandesa. “Estoy muy agradecida a Holanda y a Europa. Pero Estados Unidos sigue siendo un país en el que existe libertad intelectual, las cosas que yo he dicho sobre el islam no son nada comparadas con las que se publican aquí en libros o se dicen en tertulias. Y no me asusta la idea de que me tilden de derechista. Cada cual puede tener sus ideas sobre EE UU, pero yo creo que sigue siendo el líder del mundo libre. No creo estar vendiéndome por pensar, plasmar mis ideas en estudios en EE UU. En Washington tendré mucho más tiempo para pensar que cuando formaba parte de la política en Holanda e intentaba que el ideario del partido recogiera mi sensibilidad; me propuse que el islam formara parte del debate político y lo logré. E insisto: no me he ido de Holanda por el asunto de mi nacionalidad holandesa, la decisión es estrictamente personal, tomada mucho antes de que comenzara aquella pesadilla. Cuando di mis primeros pasos en política, creí que ésta era una actividad noble. Y lo sigo creyendo. Pero he aprendido que también puede ser un juego muy sucio. Cuando he defendido la idea de que había que cambiar la situación de las musulmanas de inmediato, la respuesta que he obtenido es la de que hay que tener paciencia. ¿Fue eso lo que dijeron a los mineros del siglo XIX cuando luchaban por los derechos de los trabajadores? Europa parece estar cegada por el llamado multiculturalismo, subyugada al imperativo de ser sensibles y respetuosos con la cultura de los inmigrantes, defendiendo a los relativistas morales. ¿Es cultura ser lapidada? Espero que observar el poder sea más agradable que ejercerlo. EE UU no es ni blanco ni negro. ¿Cuántas nacionalidades se pueden encontrar? Todas, el mundo entero”.
Pues... ¡Bienvenida!
Gracias, muchas gracias. [Ríe y descansa, no ha dejado de hablar desde que se ha sentado y toma fuerzas bebiendo sorbitos de su zumo de tomate. Por su bien dibujada boca, las palabras salen a borbotones. Es una mujer intensa, pero parece una niña, aunque su afilado sentido del humor determina a mujer adulta].
¿Tiene miedo?
Convivo con él. Mi vida cambió el 2 de noviembre de 2004. Cuando asesinaron a Theo [Van Gogh]. Ha sido muy difícil adaptarme a las severas medidas de seguridad, a andar siempre acompañada, a mirar a los lados. Llegué a vivir en una base militar, escondida del mundo.
¿Cambió también la vida de la pacífica y tolerante Holanda ese 2 de noviembre?
Mi país [su nacionalidad le fue devuelta y hoy vuelve a ser holandesa] es y será un gran país democrático. Sólo hemos perdido la inocencia.
¿Cómo se vive sabiéndose amenazada de muerte?
Es como enterarse de que se tiene una enfermedad crónica. Puede recrudecerse y matarte, o puede que no. Tal vez suceda en una semana, o tarde años. O no suceda nunca y muera de manera natural. Pero siempre digo a quienes me preguntan esto que en Occidente la vida se toma como si estuviera garantizada para siempre. Donde yo nací, y en toda África, la muerte está en cada esquina. Virus, bacterias, guerras, sequías, inundaciones, hambrunas, soldados y torturadores se la pueden arrebatar a cualquiera en cualquier momento. Incluso amenazada y con guardaespaldas, siento el privilegio de estar viva.
“La primera vez que me caí de una bicicleta me sentí libre”. Eso fue hace poco.
Sí, hace muy poco, poco más de una década. [Ríe, con una risa que le ilumina los ojos; traviesa, recuerda cómo con una paga que le dieron en Holanda dentro de su estatuto de refugiada se compró unos pantalones baratos y se despojó su larga y púdica falda. Así su indumentaria no se podía calificar de indecente, cumplía con las normas de una buena musulmana. Cuando probó la bicicleta se cayó…]. Soy libre. Mi libertad comenzó hace 13 años cuando tomé el tren rumbo a Amsterdam, cuando decidí escapar de un matrimonio concertado. Fue entonces cuando opté por una vida en libertad, por una vida en la que no me vería sometida a alguien a quien yo no había escogido y en la que mi espíritu también sería libre.
Hirsi Alí estaba condenada a una vida de sometimiento. A Alá. Al clan. A su padre. A los varones de la familia. Su abuela –“una mujer iletrada que vivía en la edad de hierro y que consideraba los sentimientos una necedad autoindulgente”– aterrorizó su infancia: “Una mujer sola es como un pedazo de grasa de oveja a pleno sol. Acudirá cualquier cosa y comerá de esa grasa. Antes de que os deis cuenta, las hormigas y los insectos la habrán invadido hasta que apenas quede una mancha de grasa”. Durante años, esa imagen protagonizó las pesadillas de la pequeña Ayaan, a quien dijeron que, al igual que las cabras, una chica joven era una presa fácil para un predador. También le dijeron que una violación era mucho peor que la muerte, pues manchaba el honor de todos y cada uno de los miembros de la familia. Hirsi Alí creció entre palizas de una madre amargada, sometida, sin respeto por ella misma, estricta observante de la religión musulmana. Se crió en Somalia, de donde huyó con su familia para refugiarse en Arabia Saudí, Etiopía y Kenia.
Iba a decirle que me hablara de su infancia...
[Ríe] Pues tuve una infancia normal, normal para los que eran como yo, claro. Por eso, cuando llegué a Holanda y vi que los pequeños tenían derechos, que los padres leían libros sobre cómo educar y sobre cómo jugar con sus hijos, pues... mi mundo empezó a ser otro, el de una persona libre que no vive atemorizada por la religión ni por la casta ni por su sexo. La razón no existía. Se obedecía y punto. Cuando a los 14 años tuve mi primera menstruación creí que tenía un corte en el vientre y que iba a morir, pero no dije nada. Imaginaba que aquello era algo vergonzoso, no sabía por qué. El día en que mi hermana enseñó a mi madre mi ropa interior manchada de sangre, mi madre lo primero que me gritó fue “sucia prostituta” y empezó a golpearme con el puño cerrado. Mi hermano mayor me tuvo que rescatar y explicar que lo que me estaba sucediendo era algo normal. “Ya eres mujer y ahora puedes quedarte embarazada”, me dijo. Nunca se hablaba de esos temas, eran tabú.
“Yo era una mujer somalí y, como tal, mi sexualidad pertenecía al amo de mi familia, mi padre o mis tíos”, escribe en su libro.
Así es; además, se encargaron de coserme para garantizar que llegara virgen al matrimonio, entre otras cosas. Esa barrera sólo la podría romper mi marido.
Usted ha sufrido la ablación. ¿Qué edad tenía?
Cinco años. Fue a esa edad cuando mi abuela decidió que me sometiera al rito de la purificación, en contra del deseo de mi padre que no apoyaba esas ideas por considerarlas antiguas y aberrantes. Pero mi padre no estaba. Y en Somalia, al igual que en muchos países de África y Oriente Próximo, se purifica a las niñas mutilándoles los genitales. Con lo que un buen día, mi severa abuela decidió que nuestros kintir, nuestros clítoris, eran muy largos. “Tu clítoris llegará a ser tan largo que se balanceará de un lado para otro”, nos decía a mi hermana y a mí. Nosotras no teníamos ni la menor idea de lo que hablaba. Yo no entendía nada. Hasta que un día me tocó vivirlo. Recuerdo que un hombre llegó a casa; casi seguro que era un circuncisor tradicional itinerante del clan de los herreros. Primero, mi abuela se encerró con mi hermano y le hicieron algo, no sabía qué, pero había sangre y mi hermano se quejaba, tenía la cara desencajada y la mirada aterrada. Luego me tocó a mí. El hombre tenía unas inmensas tijeras en la mano. Mi abuela y otras mujeres me sujetaban. Aquel hombre puso su mano sobre mi sexo y empezó a pellizcarlo, como mi abuela cuando ordeñaba las cabras. “¡Ahí está el kintir!”, dijo una de las mujeres que ayudaban en el rito. Entonces las tijeras descendieron entre mis piernas y el hombre cortó mis labios interiores y el clítoris. Lo oí perfectamente. Clack. Como cuando se corta en una carnicería un pedazo de carne. El dolor que se experimenta no tiene palabras, me subía por las piernas, no dejaba de aullar, me invadió entera, un dolor imposible de explicar. Pero después de que te han mutilado, después de que notas cómo la sangre te corre por las piernas, me cosieron. Aquel señor tenía una enorme aguja sin punta y con ella remató su faena. La aguja pasaba entre mis labios externos. Yo intentaba defenderme, chillaba, protestaba, la abuela no dejaba de repetirme que sólo era una vez en la vida, que a partir de ahora estaría limpia, que tenía que ser valiente. No acababa nunca la pesadilla. Hasta que aquel hombre cortó el hilo con sus dientes. No recuerdo más de mi propio dolor, pero sí del de mi hermana pequeña; sus chillidos me helaban la sangre. Haweya [quien vivirá una existencia dura y acabará muriendo tras una violación en Nairobi cuando estaba embarazada] luchó tanto, intentó zafarse de tal modo, que al hombre se le escapaba de las manos. Le cortó los muslos y las cicatrices las llevó de por vida.
Hay muchas Ayaan. Muchas Haweya. Miles de niñas mueren durante o después de la ablación, a causa de infecciones. Pero, además de la muerte, esta brutal práctica provoca otras complicaciones que causan inenarrables dolores que pueden llegar a prolongarse durante toda la vida. En Somalia, donde casi todas las niñas están mutiladas, esta práctica se justifica siempre en nombre del islam. Si no son purificadas, serán poseídas por diablos, caerán en el vicio y la perdición, y se prostituirán. Los imanes aconsejan vivamente este rito: mantiene “puras” a las mujeres. Cuando Hirsi Alí intentó, desde su papel de mujer política en Holanda, abordar temas como la ablación o los crímenes de honor, sus compañeros de entonces, los del PvdA, socialdemócrata [llegará a ser diputada con los liberales], le echaban en cara que no respaldara sus argumentos con datos. Y es que no podía hacerlo. Porque no existen. Los funcionarios del Ministerio de Justicia holandés alegaban que no contabilizaban los crímenes de honor porque, al establecer ese criterio, se estaría “estigmatizando a un grupo de la sociedad”. Holanda registra la cifra de homicidios anuales relacionados con las drogas y los accidentes de tráfico, pero no el número de asesinatos basados en el honor. Ni siquiera Amnistía Internacional tenía entonces estadísticas sobre cuántas mujeres en todo el mundo eran víctimas de crímenes de honor. Conocían cuántos hombres eran encarcelados y torturados, pero eran incapaces de elaborar tablas con los números de mujeres flageladas en público por fornicación o ejecutadas por adulterio. “Ése no era un tema”, explica Hirsi Alí.
¿Cuál es la relación que tiene con su cuerpo? Tantos años viviendo en la convicción de que el mundo era ‘haran’ (pecado), tantos años negando su sexualidad…
Soy capaz de contemplarme desnuda ante el espejo, fugazmente, pero no es fácil. Disfruto el sexo. Pero tengo muchas amigas que no pueden, por razones físicas, porque el clítoris les fue extirpado, o porque sencillamente son incapaces, siguen prisioneras.
Mujer. Negra. Musulmana. Ayaan Hirsi Alí resume así su vida: “Me crié en África. Vine a Europa en 1992, a la edad de 22 años, y fui elegida diputada por el Parlamento holandés. Hice una película con Theo van Gogh y ahora vivo con guardaespaldas y circulo en coches blindados”. Así resume esta mujer elegante el camino que la llevó desde una infancia africana a convertirse en afamada diputada y escritora. Mi vida, mi libertad (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) es el relato autobiográfico de una mujer que ha luchado para dejar de ser esclava de la religión islámica y formarse como persona, llevada casi exclusivamente por su propio ímpetu, en una trayectoria en la que destaca la sinceridad que es la que al final le ha permitido distanciarse tanto del fundamentalismo islámico como de la corrección política europea. Con un estilo directo, claro, transparente, contundente e inteligente, la ex diputada desgrana en su libro la dramática historia de una revolución personal.
¿Por qué abandonó su religión?
Sentí que me estaba convirtiendo en una apóstata tras el 11-S. Todas las declaraciones que Osama Bin Laden y su gente citaron del Corán para justificar los atentados, las busqué y estaban allí. Bin Laden citaba verdaderamente las aleyas de nuestro texto sagrado. “¡No es posible!”, pensé. Pero lo era, ¡allí estaban! El rechazo fue algo natural. Más tarde leí un libro, un libro que sabía que no me hacía falta leer porque yo ya había roto con Dios: El manifiesto ateo. Antes de llegar a la cuarta página sabía que había echado a Dios de mi vida. Me había vuelto atea. Lo descubrí estando de vacaciones en Grecia, y como no tenía a nadie a quien decírselo, me miré en el espejo y me dije: “No creo en Dios”. Hablé muy despacio y en somalí. Y me sentí bien, no experimenté ningún dolor, sino una gran claridad. La perspectiva de abrasarme en el infierno desapareció y mi horizonte se hizo muy amplio. Dios, Satán... Todo era producto de la imaginación. A partir de ese momento iba a pisar con aplomo el suelo bajo mis pies y orientarme a través de la razón y mi amor propio. Mi brújula moral estaba en mi interior, en absoluto en las páginas de un libro sagrado.
El asesinado político holandés Pim Fortuyn dijo que el islam era retrógrado.
Según el Informe de desarrollo humano árabe de Naciones Unidas, si se mide a la luz de tres criterios (libertad política, educación y condición de la mujer), lo que dijo Fortuyn no es una opinión: es un hecho.
¿Qué piensa usted del islam?
Yo siento que el islam se halla en una crisis verdaderamente terrible en todo el mundo, está llamado a desaparecer. ¿Sabe que el mayor número de muertes en el mundo se producen entre musulmanes? ¿De verdad algún musulmán puede seguir ignorando el choque entre la razón y nuestra religión? Durante siglos nos hemos comportado como si el conocimiento estuviera en el Corán, nos hemos negado a cuestionar nada, nos hemos negado a progresar. Nos hemos ocultado de la razón durante tanto, tanto, tanto tiempo porque éramos incapaces de afrontar la necesidad de integrarla en nuestras creencias. ¿Son los derechos humanos, el progreso, los derechos de la mujer ajenos al islam? Al declarar infalible a nuestro profeta y no permitirnos dudar de él, los musulmanes establecimos una tiranía estática. Hemos fosilizado la perspectiva moral de millones de personas con la mentalidad del desierto árabe propia del siglo VII. No sólo éramos sirvientes fieles de Alá; también sus esclavos. Las sociedades islámicas tienen que enfrentarse a los mismos problemas que la cristiandad antes de la Ilustración. Yo no tengo nada en contra de la religión como fuente de consolación, pero rechazo la religión como forma de vida.
¿No cree que pueda haber un islam moderado?
La gente dice que los valores del islam son la compasión, la tolerancia y la libertad, y yo observo la realidad, las culturas y los Gobiernos, y veo que eso, lisa y llanamente, no es así. En Occidente, muchos aceptan ese tipo de aseveraciones porque han aprendido a valorar las religiones o las culturas de un modo no demasiado crítico por miedo a que les llamen racistas. Lo peor que se le puede llamar a un holandés es racista. Su pasado colonizador, el apartheid en Suráfrica… Para que nunca les puedan llamar racistas no tienen que cuestionar la inmigración, incluso cuando ésta socava los valores de Occidente. Me produce mucha risa la Alianza de Civilizaciones del presidente Zapatero. ¿Es civilización provocar un sufrimiento intolerable a las mujeres, señor Zapatero? ¿Es civilización violar los derechos humanos haciendo de las esposas, las hijas, una propiedad? ¿Es civilización la corrupción moral de los países islámicos?
El islam necesita un Voltaire.
Como se necesita el aire. Ojalá se encuentre entre los 15 millones de musulmanes que viven en Occidente.
Es la europea del año 2006. La revista Time la consideró en 2005 una de las 100 personas más influyentes del mundo. Cuando le comunicaron la noticia, Hirsi Alí corrió a comprar un ejemplar. Pero faltaban semanas para que el número estuviera en los quioscos. El Time que compró hablaba de la pobreza en África. En la portada había una mujer joven y delgada con tres niños pequeños. Llevaba una ropa como la que llevaban su abuela y su estricta madre, y en sus ojos se leía la desesperación. Dice la mujer que pesó un kilo y medio al nacer, que aquella imagen la transportó a Somalia, a Kenia, a la pobreza, a la enfermedad y al miedo. Pensó en la mujer de la fotografía y en los millones de mujeres condenadas a vivir como ella. La revista Time acababa de incluirla a ella en la categoría de Líderes y revolucionarios.
¿Qué se hace con tamaña responsabilidad?
Intentar que el mundo musulmán despierte. Decir a quien quiera escuchar que los valores del mundo de mis padres generan y perpetúan la pobreza, y la tiranía y la opresión de las mujeres. Si los musulmanes se enfrentan a la cruda realidad en que viven, pueden cambiar su destino. [Hirsi Alí habla en plural y en singular, pasa de uno al otro; a pesar de echar a Dios de su vida, se sigue sintiendo musulmana. Se viste de manera occidental, lleva pantalones, pero no se adivina casi ninguna curva de una figura que promete ser hermosa]. ¿Por qué no estoy en Kenia en un campo de refugiados agachada ante un hornillo de carbón cocinando? ¿Por qué me convertí en parlamentaria holandesa? He tenido suerte. [Le digo que yo creo que hace falta algo más que suerte para recorrer un camino como el suyo... Pero sigue hablando, no quiere ser interrumpida]. Soy afortunada. No muchas mujeres son afortunadas en los lugares de donde vengo. Estoy en deuda con todas ellas de alguna manera. Necesito encontrar a las mujeres que permanecen atrapadas en la jaula mental del islam, en la estructura de la irracionalidad y la superstición, y convencerlas de que tomen en sus manos las riendas de sus vidas. En los últimos 50 años, el mundo musulmán se ha visto catapultado a la modernidad. Entre mi abuela y yo media un lapso de tan sólo dos generaciones, pero en realidad el salto es milenario. Hoy, cuando se cruza la frontera con Somalia, se retrocede en el tiempo cientos de años. Y no creo que hagan falta 600 años de reforma para que los musulmanes cambien el concepto de igualdad y derechos individuales. Ya tienen el modelo, sólo hay que copiarlo.
En 1989, el año en que el ayatolá Jomeini dictó una fetua contra Salman Rushdie, Ayaan Hirsi Alí era una devota estudiante matriculada en la Escuela Musulmana para Chicas de Nairobi. Su padre, un líder somalí rebelde, había intentado el año anterior un golpe de Estado contra el dictador Mohamed Siad Barre. La familia vivía en el exilio en Kenia. A la edad de 20 años, la hija de la Ilustración hacía cuatro que vestía la hijab. Cuando la noticia del edicto contra Rusdhie llegó a su instituto, tanto ella como sus compañeras se solidarizaron de inmediato con Irán y Jomeini, incluso a pesar de no ser chiíes. “Nos dijeron que el libro decía algo horrible sobre el profeta, algo blasfemo”, recuerda. “Lo primero que me vino a la cabeza fue: “¡Oh! Sin duda, debe morir”.
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